viernes, 5 de marzo de 2010

Sloterdijk


No es raro que durante el día robemos momentos propios del quehacer cotidiano para buscar nuestra silueta en superficies reflejantes. Ante ello queda el preguntarse: ¿Qué escudriñamos en esas visiones? ¿Qué afectividades provocamos en ese mirar? ¿Qué pensamientos velamos? ¿Cuál es la necesidad de vernos dentro de un mundo? ¿Acaso será que nuestro reflejo nos aporta aceptación, sosiego y redención?

Varios pensadores han dicho ya que lo real está inscrito en un movimiento de dolor, frialdad y dureza. El cazar-me en el reflejo, en este sentido, asemejaría al estupefaciente que calma, calienta y suaviza el existir.

Ese mirar que permite arreglarnos la corbata o los pendientes; acomodarnos el saco, la falda o el pantalón; o que simple y llanamente nos hace percatarnos de las moronas tendidas sobre nuestro rostro, es el sedante que somnolienta el existir. Es extremadamente fácil observar en ese mundo inasible la justificación de nuestro actuar. “Uno trabaja”, “Uno hace algo”, “Uno obtiene medios para subsistir”, “Uno conquista poder”, “Uno sube en la escala laboral”. Como bien afirma un escritor, el imperativo hoy en día es: “ser tonto y tener trabajo, he ahí la felicidad”.

En este sentido, pareciera que es necesario el poder ser nadie para responder a las necesidades de sobrevivencia de un mundo cínico que a pesar de concebirse moralmente como antifascista, continua guiándose ideológicamente por aquellas palabras que leyeron aquellos que caminaron bajo el portal de Auschwitz: Arbe it macht frei (El trabajo hace libre).

Ahora bien, también es cierto que ese mirar inasible puede llegar a angustiarnos; a suprimir la respiración. Es el momento en el que nuestro reflejo nos observa y, al hacerlo, nos interpela. Es el horizonte crítico que no se supedita al rol profesional. Que exhibe la nimiedad de nuestra ropa, actividad y proyección. Es la mirada que destruye el mito sobre el cual desarrollamos nuestro actuar. Y es, al mismo tiempo, el instante en el que nos presentamos sin velos.

Esa mirada penetra la cotidianeidad para mostrar nuestra apariencia ridícula y vacía, haciendo ostensible el ajetreo diario que nos sume en el existir impropio. Ese horizonte es el espacio que rompe con la pesadumbre y que permite concebirnos como simples pompas de jabón; como espuma, y, por lo mismo, nos permite viajar y tender hacia una dirección contraria a la de toda ley.

Bajo estos condicionantes, la burbuja se presenta como una insolente subversión del orden natural en medio de la naturaleza. En la metafísica clásica es la metáfora de lo inesencial y falto de solidez. Sin embargo, y de ello su importancia, sólo en ella podemos tender hacia. Y aunque si bien la decepción está garantizada ahí donde salta la pompa, también es cierto que sólo en su expresión tendemos hacia el existir propio. Sólo en el subir y en el reventar se es libre y feliz, como aquel niño que desde su balcón sopla y observa la nimiedad de sus pompas de jabón.

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